Cuando éramos pequeños no existían las actividades extraescolares. La única actividad extraescolar que existía era la de jugar en la calle a la pelota, las chapas, el escondite o las canicas.
El peor castigo era no poder salir a la calle y nuestros padres los sabían:
-O haces los deberes o no bajas a la calle.
Y los hacíamos, mal o bien, pero los hacíamos. Muchas veces, cuando teníamos desesperados a nuestros padres, estos nos mandaban a jugar a la calle. Está demostrado que la actividad física es de lo mejor que hay para el tratamiento del Déficit de Atención, como nos han mostrado
Andrea Faber Taylor y
Frances E. Kuo en su artículo
Children With Attention Deficits Concentrate Better After Walk in the Park publicado en agosto de 2008 en
Journal of Attention Disorders (abstract, en inglés). Así, sin quererlo, nuestras madres y nuestros padres hacían una prevención primaria de nuestros posibles
distraimientos en la escuela dejándonos bajar a la calle a jugar.
Hoy en día, como los niños no pueden jugar en la calle en muchos casos, hemos inventado las actividades extraescolares: música, piano, danza, gym jazz, gimnasia rítmica, montar a caballo... Y no están del todo mal. Pero si les organizamos la vida hasta el extremo de ocuparles completamente su tiempo extraescolar, ¿cuándo les dejamos jugar? Las actividades extraescolares en muchos de los casos que observamos lo que hacen es evitar que el niño juegue, sólo o con amigos, máxime si, además, propiciamos que los juegos en casa sean sedentarios, individuales o tecnológicos (la Nintendo, la Play, la Wii, etc.), si es que el ver la tele les deja tiempo para ello.
Actualmente, ser disléxico es sinónimo de una apretada agenda extraescolar: logopeda, clase de apoyo, terapia visual, ejercicios rítmicos, quizás terapia de Bérard y un largo agotador compendio de otras actividades. Con el agravante de que, además, tienen que hacer los deberes.
Y como suelen ser actividades impuestas, lo mejor que les puede suceder en muchos casos es que sean castigados para librarse de ellas, con lo que estamos de alguna manera
premiando el mal comportamiento en el que se refugia para evitar una actividad que no suele agradarle. Como se cansa de la actividad y acaba manifestándolo, concluímos que no funciona y buscamos otra que ocupe el espacio de tiempo que ocupaba la anterior. El niño disléxico se ha convertido en un pobrecillo
conejillo de Indias en el que se experimenta todo aquello que ofrece el mercado ante la angustia de los padres frente a la dificultad de aprendizaje. Creemos que por intensificarles la agenda mejoramos la situación. Como expresó el neuropediatra del Hospital de la Zarzuela (Madrid)
Alberto Fernández Jaén en el
II Congreso Nacional de TDAH (Madrid, enero 2008), "cualquier actividad que libere al niño de realizar los penosos deberes del colegio, y que los padres, por tanto, dispongan de un tiempo en el que se perciba que se genera un menor conflicto, tendrá como consecuencia el que se asevere que aquello funciona", sea la terapia de Bérard o el aprendizaje del juego de la peonza, por otro lado más divertido.
Quizás se adelante mucho más dejándoles, simplemente,
jugar.
Hagamos lo que hagamos, debemos tener en cuenta que lo peor que podemos hacer con un niño es
robarle su infancia.
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